Por fin me siento, y me paro a pensar.
Apenas queda un resplandor en el cielo,
el último hálito de este día de mayo,
el último rayo de vida.
Pero no quiero luces artificiales a mi alrededor,
aunque ello signifique dejarme la vista en el intento.
Porque la luz del sol que muere aquí,
no es más que la que ahora acaricia tus mejillas,
la misma que resucita
el halo verdoso de tus ojos,
ojos que buscan, tras colosos de piedra,
el mar que te guíe hasta estos brazos que acogen,
y desean ser acogidos.
Cierro los ojos, y comienzo a imaginar.
La primera luz del día te dibuja a mi lado,
duermes,
o eso intentas hacerme creer.
Cae despacio, sobre tu rostro.
Lo torna dorado.
Sonrío...
... te la intento quitar.
Me dije que jamás buscaría salidas
en laberintos que creía siempre cerrados.
Miraba ya por detrás de una cortina,
rasgándola con fuerza y dolor,
pues no veía más allá de las paredes de hierro
que parecían ser las de mi corazón.
Pero olvidé que hay quien sabe, y quiere, llamar a la puerta.
Quien busca y ansía encontrar su otro rostro dorado,
el último pétalo que diga sí.
Eres más de lo que puedo imaginar.
Eres todo lo que la ilusión me permite admirar.
Y recuerda que miles de kilómetros no son tantos,
si sabes dónde mirar.
Hay tanto milagro, como perfección,
tanta alma, como razón,
cuando siento que aunque no bebamos del mismo aire,
aunque haya que llorar la distancia,
puedo sonreír al saber que los sueños se hacen realidad.