- ¡Un, dos, tres, pajarito inglés!
Niebla. Sólo los graznidos de
una bandada de cuervos rompieron el húmedo silencio de aquel crepúsculo otoñal.
- ¡Un, dos, tres, pajarito inglés!
Más niebla y más silencio.
Comenzó a llover. Los habitantes del pueblo se refugiaron no tanto del frío
como de la desolación.
- ¡Un, dos, tres, pajarito inglés!
El niño que contaba hasta tres
lo hacía tapándose los ojos contra el único árbol de la plaza. Cada vez que
miraba hacia atrás, comprobaba desesperado que sus cuatro amigos no avanzaban
hacia él, tal y como las reglas del juego lo indicaban. Siempre estaban quietos
en el momento en que él los miraba, algo que era válido, pero ninguno parecía
querer llegar hasta el árbol para ganar. Cuando volvió a contar, su voz comenzó
a quebrarse por la impotencia. “¡Vamos!
¡Inútiles!” Dio varias patadas al árbol y espantó a los cuervos que se
habían posado en las ramas más altas, pero decidió seguir con el juego. La
lluvia arreciaba.
Al otro lado de la plaza,
sentado en una mecedora bajo el porche de su casa, un hombre mayor miraba la
escena con semblante aburrido. La manta bajo la que se había cobijado y el
raído sombrero de ala apenas dejaban ver su nariz y su mentón con una barba mal
afeitada. Desde allí, pese a que el sonido de la lluvia amortiguaba los gritos
del niño, tenía una clara visión del desarrollo de los hechos. “¡Un, dos, tres, pajarito inglés!”. El
muchacho había comenzado a dar vueltas alrededor del árbol maldiciendo en alto,
lamiéndose sus propias lágrimas y arañando la corteza del árbol con sus largas
uñas ennegrecidas por la mugre. Por fin, antes de volver a contar, se giró para
encarar a los que no le hacían caso. Arrastraba una rama muy gruesa por un
extremo, que blandió con fuerza para golpearlos. Gritaba histérico, lloraba más
que el cielo en aquel momento. No entendía por qué ninguno le hacía caso, por
qué ni siquiera le contestaban o reaccionaban al maltrato.
El hombre cerró los ojos y
esperó a que cesaran los golpes. Cuando el pequeño se aburrió de odiar y salió
corriendo hacia su casa, se incorporó con dificultad y se preparó para
recibirlo con una manta abierta entre las manos. Lo envolvió en ella, le frotó con
fuerza el cabello y lo sentó en la mecedora mientras aún lo sacudían los
últimos espasmos del llanto. El anciano harapiento salió a la plaza hundiendo
sus pies descalzos en el lodo que ya se empezaba a formar. Llegó junto al
árbol, desenrollo un gran saco de lona que había cogido antes de dejar el
porche y se dedicó a introducir en él los restos de los acompañantes del juego:
pedazos de calabaza con ojos y bocas pintadas con rotulador, ropas viejas,
láminas de cartón agujereadas, palos astillados… Lo guardó todo y se lo llevó
al almacén detrás de la casa, donde seleccionó las piezas que podrían
reciclarse para crear aquellos muñecos con pinta de espantapájaros. Trajo palos
nuevos para montar la estructura, desenterró calabazas del huerto, les pintó
ojos y bocas, las clavó en el palo central, vistió los esqueletos como mejor pudo
y los dejó en una esquina. Todo volvía a estar listo para la próxima vez que el
niño quisiera jugar al “Un, dos, tres,
pajarito inglés” en una aldea sin niños, donde cada vez que nacía uno era
llevado lejos, quién sabe adónde o para qué, pues tan rutinario y desolado era
todo, que nadie se molestaba en hacer preguntas. Lo único que sabían era que
solo se llevaban a los que habían nacido sanos, mientras que los “diferentes” debían
ser escondidos o abandonados a su suerte, condenados a imaginarse a otros niños
en cuerpos de espantapájaros.