Buscar este blog

lunes, 8 de diciembre de 2014

Pajarito inglés



-        ¡Un, dos, tres, pajarito inglés!

Niebla. Sólo los graznidos de una bandada de cuervos rompieron el húmedo silencio de aquel crepúsculo otoñal.

-       ¡Un, dos, tres, pajarito inglés!

Más niebla y más silencio. Comenzó a llover. Los habitantes del pueblo se refugiaron no tanto del frío como de la desolación. 

-       ¡Un, dos, tres, pajarito inglés!
El niño que contaba hasta tres lo hacía tapándose los ojos contra el único árbol de la plaza. Cada vez que miraba hacia atrás, comprobaba desesperado que sus cuatro amigos no avanzaban hacia él, tal y como las reglas del juego lo indicaban. Siempre estaban quietos en el momento en que él los miraba, algo que era válido, pero ninguno parecía querer llegar hasta el árbol para ganar. Cuando volvió a contar, su voz comenzó a quebrarse por la impotencia. “¡Vamos! ¡Inútiles!” Dio varias patadas al árbol y espantó a los cuervos que se habían posado en las ramas más altas, pero decidió seguir con el juego. La lluvia arreciaba.

Al otro lado de la plaza, sentado en una mecedora bajo el porche de su casa, un hombre mayor miraba la escena con semblante aburrido. La manta bajo la que se había cobijado y el raído sombrero de ala apenas dejaban ver su nariz y su mentón con una barba mal afeitada. Desde allí, pese a que el sonido de la lluvia amortiguaba los gritos del niño, tenía una clara visión del desarrollo de los hechos. “¡Un, dos, tres, pajarito inglés!”. El muchacho había comenzado a dar vueltas alrededor del árbol maldiciendo en alto, lamiéndose sus propias lágrimas y arañando la corteza del árbol con sus largas uñas ennegrecidas por la mugre. Por fin, antes de volver a contar, se giró para encarar a los que no le hacían caso. Arrastraba una rama muy gruesa por un extremo, que blandió con fuerza para golpearlos. Gritaba histérico, lloraba más que el cielo en aquel momento. No entendía por qué ninguno le hacía caso, por qué ni siquiera le contestaban o reaccionaban al maltrato.

El hombre cerró los ojos y esperó a que cesaran los golpes. Cuando el pequeño se aburrió de odiar y salió corriendo hacia su casa, se incorporó con dificultad y se preparó para recibirlo con una manta abierta entre las manos. Lo envolvió en ella, le frotó con fuerza el cabello y lo sentó en la mecedora mientras aún lo sacudían los últimos espasmos del llanto. El anciano harapiento salió a la plaza hundiendo sus pies descalzos en el lodo que ya se empezaba a formar. Llegó junto al árbol, desenrollo un gran saco de lona que había cogido antes de dejar el porche y se dedicó a introducir en él los restos de los acompañantes del juego: pedazos de calabaza con ojos y bocas pintadas con rotulador, ropas viejas, láminas de cartón agujereadas, palos astillados… Lo guardó todo y se lo llevó al almacén detrás de la casa, donde seleccionó las piezas que podrían reciclarse para crear aquellos muñecos con pinta de espantapájaros. Trajo palos nuevos para montar la estructura, desenterró calabazas del huerto, les pintó ojos y bocas, las clavó en el palo central, vistió los esqueletos como mejor pudo y los dejó en una esquina. Todo volvía a estar listo para la próxima vez que el niño quisiera jugar al “Un, dos, tres, pajarito inglés” en una aldea sin niños, donde cada vez que nacía uno era llevado lejos, quién sabe adónde o para qué, pues tan rutinario y desolado era todo, que nadie se molestaba en hacer preguntas. Lo único que sabían era que solo se llevaban a los que habían nacido sanos, mientras que los “diferentes” debían ser escondidos o abandonados a su suerte, condenados a imaginarse a otros niños en cuerpos de espantapájaros.

sábado, 9 de marzo de 2013

Made in Chile #14: tomar la once


Me gustaría tocar un tema que suele ser de interés común: la comida. En concreto, voy a hablaros de una tradición muy arraigada entre los chilenos a lo largo del país, que no es otra que la de "tomar la once".

Comencemos con una breve descripción. Se trata de una especie de merienda-cena que suele tomarse aproximadamente de 5 a 8 de la tarde como sustituto de la cena. Suele consistir en unos sandwich (de jamón y queso, de aguacate, manjar...) con pan de molde, marraquetas o hallullas (dos panecitos típicos chilenos), o tostadas con mantequilla y mermelada, sopaipillas, acompañado de un zumo, un té o un café, y quizás con un trocito de tarta. Esta tarta suele ser un kuchen, es decir, una riquísima receta alemana que puedes ser de múltiples variedades (de manzana, arándanos, frambuesas...). Al haber llegado muchos alemanes al sur de Chile durante la segunda mitad del siglo XIX, la influencia de sus comidas está bastante expandida por todo Chile. 

Existen varias versiones para explicar la etimología de esta expresión, pero la más conocida hace referencia a la costumbre de los trabajadores de las salitreras que acompañaban la merienda con un trago de aguardiente a fines del siglo XIX. Como existían restricciones para beber alcohol, se referían como "once" a dicha comida por la cantidad de letras que tiene la palabra "aguardiente".

La once suele tomarse en casa, pero hay varias cafeterías y restaurantes que las ofrecen por la tarde. Si uno tiene la costumbre de irse tarde a la cama y tiene buen apetito, puede que necesite comer algo más antes de irse a la cama. Sin embargo, es un interesante sustituto de la cena para los extranjeros (y más aún para los que estamos acostumbrados a cenar tarde), al menos de vez en cuando.

domingo, 10 de febrero de 2013

Aquello que el hombre olvidó


Por más que los fracasos se repetían, nunca se dio por vencido, ni siquiera cuando ese gran proyecto llamado “vida” amenazaba con desgarrarse tan rápido como había empezado. Estaba tercamente convencido del orden del proceso. Tan cegado estaba, que no entendía en qué punto fallaba la puesta en práctica de su teoría.

Comenzaba por llevar al ser blanquecino y deforme hasta un campo lleno de magnolios en flor, con el fin de que la dulzura embriagadora de su fragancia hiciese desarrollar en él el sentido del olfato en forma de puntiaguda nariz. Lo hizo viajar en menos de un suspiro hasta la profundidad de la selva ecuatorial, donde eran tan numerosos y variopintos los llamados y gritos de la fauna local que el ser no tardó en desarrollar un agudizado oído, ayudado por dos redondeadas orejas. En esta misma selva, le obligó a sentarse y presionó contra su rostro alienígena una fruta dulce y jugosa hasta que la cara se contrajo y creció una boca dentada. Fue entonces cuando le ayudó a mascar y tragar, de tal forma que la aparición de las papilas gustativas lo hizo estremecerse por la intensidad del sabor. Lo arrastró después hasta los árboles para que los palpase, le hizo sentir el tacto de hojas, tierra, animales… el cuerpo blanquecino sintió suavidad, aspereza, rugosidad… fue zambullido en un río para sentir el tacto del agua, su frescura, el súbito contraste de temperatura. Lo hizo aparecer de manera desprevenida en mitad de un mar de hielo, lo suficiente como para hacerlo tiritar y encogerse de frío en medio de una tempestad de nieve. Cuando quiso que aquel calvario terminase, sus pies se toparon con una ardiente arena bajo un sol infernal que lo hizo sudar y le provocó un intenso dolor de cabeza. Del polo al desierto, era el momento de conocer los extremos del planeta donde iba a habitar. Fue así como, de punta a punta y de sensación en sensación, su piel adquirió una tonalidad más oscura y su rostro fue decorado por unos perfectos ojos almendraros, que aunque lloraron con la primera invasión de luz, no tardaron en adaptarse y fijarse en cada elemento que los rodeaba.

El cuerpo vio, escuchó, sintió, olfateó y degustó. Se mantuvo en una suerte de éxtasis sensorial durante unos segundos, pero enseguida se desplomó inerte bajo la frustrada mirada del creador, que vio cómo otra vida semi-humana se le iba de las manos. No comprendía por qué la grandiosidad de la naturaleza no bastaba para mantener con vida a sus productos. Comenzó a frustrarse por malgastar tanto tiempo con una especie que ni siquiera daba muestra alguna de ser útil. Desahogó su impaciencia creando fuertes tormentas, erupcionando volcanes y haciendo temblar la tierra hasta que el miedo se apoderó del resto de seres vivos.

Y en un momento de calma tras el paso de un destructor ciclón, los vio. Una pareja de cuervos cuidando juntos de su nido, turnándose para alimentar a sus polluelos mientras uno de ellos iba a buscar más comida. Preocupados por su familia, preocupados el uno por el otro. Y le bastó bajar la mirada para encontrarse con una pareja de ciervos copulando, mientras sus aullidos resonaban estremecedoramente entre el pinar. Supo así que el fracaso había residido en la individualidad, en su terquedad por perfeccionar al solitario. De modo que aunque perdió el doble de energía, creo dos cuerpos blanquecinos a la vez, repitió el proceso trasladándolos juntos de un lado a otro para observar con gran satisfacción, al final del viaje, que algo bombeaba en el interior de cada cuerpo. Algo que les dio color y energía, las fuerzas para caminar juntos y sobrevivir en el planeta, la verdadera vida que necesitaban, la esencia del proyecto. Al órgano que acumulaba toda esa esencia le llamó “corazón”, y supo que, por la naturaleza de su creación, tendría tanta o más capacidad de decisión que el cerebro humano. Sería, por ende, un elemento decisivo en la historia recién comenzada de la humanidad. 


jueves, 24 de enero de 2013

Made in Chile #13: "weon"

Me atrevería a decir que se trata del coloquialismo más usado entre los chilenos, una palabra que aparece prácticamente en casa frase (de una a quinientas veces) y tiene un buen número de connotaciones, positivas y negativas según cómo se use. Esa palabra no es otra que "weon" (forma utilizada en lenguaje cibernético), que deriva de "huevón" y que llega a acortase hasta "wn" si se tiene pereza.

Uno no se siente realmente en Chile hasta que se ve rodeado por esta palabra allá donde vaya. Aunque tiende a ser utilizada entre la gente más joven, también la población adulta la ocupa con cierta frecuencia. Según va pasando el tiempo, el extranjero se va habituando a escuchar esta expresión y sus derivados en diferentes contextos que podrían ser traducidos al castellano ibérico de la siguiente forma:

- ¡Oye, weon! --> ¡Oye, tío!
- Weon aweonado --> tipo que no se entera de nada.
- Andar weon --> ser borde
- Hacerse el weon --> hacerse el sueco/loco

Y el colmo del uso de la palabra "weon": 

- Puta el weon weon, weon... --> Joder con el tipo empanado este, tío (o algo así).

Como puede verse, la mayoría de las veces se hace referencia a una persona de forma coloquial, lo que vendría a equivaler al típico "tío o tía" español, que tantas veces tiende a repetirse. De esta forma, el primer paso es familiarizarse con el término, cosa que lleva muy poco tiempo si se participa en conversaciones. Ya después de convivir con chilenos durante varios meses, uno incluso puede sorprenderse a sí mismo utilizando el "weon", o "huevón", término aceptado por la RAE. Además, aparte de su cantado acento, es una buena forma de identificar chilenos y chilenas en el extranjero. 




viernes, 11 de enero de 2013

Made in Chile #12: terremotos

La corteza terrestre es una especie de puzzle compuesto por piezas móviles que nunca terminan de encajar. A cada una de estas piezas se la conoce como placa, y los límites entre ellas pueden ser de tres tipos diferentes: de expansión (asociado a placas divergentes que se separan), de transformación (cuando las placas se deslizan una delante de la otra) y de convergencia (cuando una placa subduce a la otra) (Strahler y Strahler, 1989).

Chile se encuentra situado, precisamente, de forma paralela al límite convergente entre las placas de Nazca y Sudamérica. Es la placa de Nazca la que subduce a la sudamericana, de tal forma que se crea una de las fosas oceánicas más importantes del planeta, la fosa de Perú-Chile. Pero el tener un eje de subducción tan cercano a la tierra trae consigo una importante consecuencia: los terremotos. 

Los terremotos de mayor magnitud que se registran a lo largo del planeta están asociados en su mayoría a zonas de subducción como la chilena, y es justamente en Chile donde se han registrado algunos de los mayores movimientos sísmicos desde que se tiene registro de ellos. El mayor de todos, de 9.5 grados en la escala de Richter y precedido por un tsunami, ocurrió en Valdivia en 1960. Sin ir más lejos, el 27 de febrero de 2010 se produjo un terremoto de 8.8 grados con posterior tsunami que sacudió toda la zona central del país. 

Por el hecho de encontrarse junto a este eje de subducción, Chile registra decenas de temblores a diario, muchos de los cuales superan los 4 grados en la escala de Richter. Los movimientos sísmicos son tan comunes que se hace distinción entre temblor (hasta 7 grados) y terremoto (a partir de los 7 grados). Sin embargo, los terremotos (que son los que más alertan a la población debido a su virulencia) tienen una frecuencia mucho menor que los temblores, que tienden a ser breves. Los chilenos viven algo temerosos cada vez que el suelo tiembla, sobre todo teniendo en cuenta que el anterior episodio sísmico fuerte es aún reciente. Pero si algo quedó claro tras este terremoto fue que, dejando a un lado la fuerza arrasadora del tsunami, se trata, en general, de un país preparado para soportar temblores. Y para un futuro geógrafo como yo con ganas de nutrirse todo lo posible sobre sismología y de sentir algo de emoción (siempre que no sea demasiado fuerte), se trata de un lugar casi único en el planeta.


Fuente de la imagen: CNN México

Videos sobre el sismo 8.8 del 2010:

http://www.youtube.com/watch?v=ttYJ1DuD_Vs
http://www.youtube.com/watch?v=dPOHQdnHK7U

jueves, 29 de noviembre de 2012

Made in Chile #11: perros sin nombre

Son dueños de la ciudad. Por eso me llamaron la atención. A nadie en Chile le parece raro encontrárselos en cualquier esquina de la ciudad, pero como aún no soy chileno del todo, nunca dejan de sorprenderme. Me refiero, por supuesto, a los perros que merodean simpáticamente por Santiago. Perros sin nombre ni dueño, claro, porque eso es lo que llama la atención, también conocidos como "perros callejeros" o "perros vagos".

Lo de merodear es un decir, porque más de la mitad de los perros que uno puede encontrarse por las calles de la ciudad opta por ocupar una porción de suelo para echarse una larga y placentera siesta, sin importarle lo más mínimo si obstaculiza el paso de peatones en un paso de cebra o a la salida de un edificio de oficinas. Cuando despiertan, algunos optan por pasear a sus anchas por las calles, solitarios o acompañados, y otras veces optan por acompañarte unos metros antes de cansarse y darse media vuelta. Eso sí, mostrar afecto hacia uno de ellos puede suponer que no puedas quitártelo nunca de encima.

Son tan simpáticos que, en el caso de los perros que merodean por el campus de San Joaquín de la Pontificia Universidad Católica de Chile, algunos deciden entrar a las clases, pasearse por entre las mesas en mitad de un examen o tumbarse frente a la tarima del profesor, bostezar, dormitar y empezar a roncar. Son uno más, forman parte del movimiento y bullicio de la ciudad o de la tranquilidad de los pueblos más pequeños. Así que ya saben, si sienten ganas de empezar a bautizar con nombres ingeniosos, pueden probar con ellos. Basta con salir a la calle y caminar unas pocas cuadras. Les estarán esperando. 






jueves, 8 de noviembre de 2012

El último puerto

Los ladridos volvieron a actuar como cantar de gallo. Un tímido rayo de sol se filtraba entre las cortinas, que se mecían al compás de una suave y tibia brisa matutina. El olor a pan recién horneado invadió la habitación como cada mañana, sugerente, goloso, atrevido. Incluso las conversaciones de la panadería conseguían colarse entre ladridos y risotadas de niño, que si cómo está usted señora Carmen, que si supo que la hermana de la Francisca había sido invitada a un matrimonio en Santiago, que si el calor era espantoso y todo se llenaba de moscas. Ya no tenía sentido intentar reconciliar el sueño.

En los seis meses que llevaba allí, nunca había estado tan limpio el departamento. La proximidad de la fecha había provocado en ella un nerviosismo al que se le sumó una obsesión por hacer que la llegada de su prometido fuese perfecta. Había ordenado mil veces las cuatro prendas del armario, cambiado las sábanas, pintado los marcos de las ventanas y llenado la despensa con todo lo que el bolsillo le pudo permitir. La mesa llevaba puesta tres días. La fruta amenazaba ya con podrirse.

Como si de un estreno teatral se tratara, había llegado el momento de poner en práctica todo lo ensayado. Dedicó la mañana a cocinar como para un regimiento, aun sabiendo que apenas probarían bocado. Horneó una apetitosa tarta de manzanas que hizo saltar comentarios elogiosos entre las vecinas entretenidas con las tareas del hogar en los edificios contiguos. Vestida de blanco, con faldas al viento y apretados tirantes, se presentó puntual en la peluquería. En aquel nido de cotorras no dio rienda suelta a su historieta, por mucho que medio barrio esperase saber a qué venía esa vestimenta un día jueves, esas ansias por ser la más bella de las muñecas de porcelana, porque nada sabían de aquella mujer que en los seis meses que llevaba en la vecindad ya había levantado rumores y pasiones.

Salió del establecimiento robando suspiros y sonrisas. Caminó cuesta abajo, dejando atrás el colorido desorden del cerro Concepción, hasta llegar a orillas del mar junto al puerto. En su mano derecha llevaba dos de sus mayores tesoros: la última carta escrita por él, fechada tres meses antes, el 12 de junio de 1938, y una fotografía del día de su boda en una parroquia de Jerez de la Frontera. El barco apareció en el horizonte, se deslizó por las frías aguas costeras y atracó frente a ella. Para aquel entonces, una enorme multitud se había aglomerado en el puerto para recibir a todos aquellos viajeros en búsqueda desesperada de una patria que los adoptara, quién sabe si temporalmente o por siempre.

Cientos de pasajeros descendieron del buque con cara de querer besar la tierra. Muchos se echaron a llorar, mirando al sol que ya se zambullía en el océano con una mezcla de nostalgia y decisión. Al igual que todo lo realizado durante aquel día, también había planeado el momento de la llegada. Se había imaginado a sí misma abrazada al amor de su vida, encarando al futuro más incierto que nunca se imaginaron. El desfile de recién llegados llegó a su fin sin que alguien se lanzase a sus brazos. El sol se hundió tiñendo el cielo de un rojo etéreo. Un hombre alto y delgado fue el último en descender del barco. Su capa ondeaba con la misma suavidad que el largo trozo de papel que colgaba de su mano. Se detuvo junto a ella, leyó su pensamiento en la superficie cristalina de sus lágrimas y extendiendo el papel, le señaló uno de los muchos nombres mecanografiados. La carta y la fotografía cayeron al suelo del muelle y no tardaron en ser arrastradas por una brisa que las empujó al mar, donde se fueron hundiendo y diluyendo como el alma recién partida de la mujer.