Todo empieza con ese primer roce,
tu pierna contra la mía,
mi brazo sobre la curva de tu costado,
nuestras respiraciones, desincronizadas,
haciendo un llamamiento a la calma.
Abro los ojos para saludar a un nuevo día,
algo que no se me hace difícil,
pues los tempranos soplos de primavera
se cuelan entre los resquicios de la persiana
en forma de dorados halos de luz, que caprichosamente,
te iluminan el rostro relajado,
haciendo que todo en ti sea símbolo de tranquilidad.
Entonces despiertas tú con un sobresalto,
pero vuelves a cerrar los ojos en breve con una sonrisa,
como si tras haber sentido que alguien te miraba fijamente,
te hubiese relajado al comprobar
que era yo el que te deseaba.
Y es esa tierna sonrisa empañada de sueño
la que me hará sentir feliz todo el día,
la que hace que segundos planos
queden más lejos aún.
Cuando tus ojos se unen a mi mirada,
no transcurre mucho tiempo antes de sucumbir ante tanta belleza.
Es entonces cuando nace en mí
el deseo por amarte, la angustia por perderte,
mas por encima de todo,
nace la dicha por sentirme tan afortunado
de poder expresarte a cada instante, con palabras o sin ellas,
que jamás te había querido tanto como te quiero ahora.
Que ya los días empiezan a perder sentido
si tú no estás ahí para trenzar tu lógica disparatada
a mi alrededor.