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lunes, 23 de abril de 2012

Las reglas del palacio de cristal


      Tan solo unos tímidos rayos de sol me guiaron a través de la densa vegetación. Llevaba más de dos horas caminando con dificultad, casi totalmente a ciegas y tropezándome a cada rato, pero al fin llegué a las puertas de aquel pequeño palacio de cristal. La estructura metálica que lo sostenía se camuflaba con los troncos de árbol que lo rodeaban, pero la bóveda de cristal de aquella suerte de jardín botánico destacaba sobre la naturaleza por la magnitud de su esplendor. Me adentré para darme de bruces con un calor húmedo y sofocante, perfumado con una mezcla de centenares de esencias provenientes de las plantas exóticas que decoraban el interior.

      En el centro de aquel jardín improvisado se hallaba, sentada tras una pequeña mesa del té, una mujer que consiguió robarme la respiración. Dos aspectos la caracterizaban por encima de todo: su cabello largo y rojo que parecía estar en llamas, y el vestido blanco, fino como una gasa, pegado a su cuerpo de casi la misma tonalidad. Lo asombroso era que, pese al calor y la humedad prácticamente palpables, no solo no sudaba, sino que sostenía en una mano una humeante taza de té. Frente a ella, sobre la mesa, descansaban tres diminutos frascos, uno de los cuales contenía un líquido color cobre, el otro un líquido plateado y el tercero un fluido dorado. En cuanto di un paso hacia aquella bizarra estampa, una puerta que hasta entonces había permanecido oculta se cerró estrepitosamente detrás de mí. No había escapatoria.

      Sin recibirme órdenes de aquella extraña que me miraba con indiferencia, me acerqué lentamente hasta la silla que me correspondía, pues algo me decía que, tarde o temprano, y para bien o para mal, debía acabar sentado frente a ella. La mujer sorbió un poco de té y depositó la humeante taza sobre un platito de porcelana mientras se lamía los labios. Uno de sus verdes ojos quedaba oculto tras una cortina de pelo, pero el otro me taladraba con mayor fiereza que un haz de luz. Su belleza era indescriptible, imparable, desconcertante, más deseable que cualquier riqueza… Me estaba enamorando sin poder impedirlo, sentía que su presencia me arrastraba sin piedad, sin dejarme siquiera la oportunidad de decidir si de verdad quería amarla. En aquel instante su voz me sorprendió, clara, mística, embriagadora…

-          ¿Te gustan las decisiones difíciles? Si destapas la poción cobriza, quedarás unido a mí por siempre y tu amor será correspondido, pero jamás podrás salir de mi hogar. Si escoges la poción plateada podrás regresar a tu mundo, pero nadie se enamorará nunca de ti y tu corazón se marchitará joven. Si quieres que tu cuerpo y alma descansen en paz, deberás beber de la pócima dorada…

Aquellas palabras me hirieron como si de finas agujas se tratasen. Sudaba, pero no a causa del calor. Era un sudor frío que precedió a un profundo malestar. Temblaba de manera descontrolada y empecé a llorar, empecé a llorar por la falta de escrúpulos de aquella mujer que sonreía oculta tras su taza de té, empecé a llorar porque al contrario de lo que en un principio parecía, la solución a aquel dilema era demasiado fácil. La joven se levantó de su asiento, se deslizó hasta mí y, mientras mi mano se dirigía al frasco con el líquido dorado, ella bebió de mis lágrimas hasta saciar su sed.