Los ladridos volvieron a actuar
como cantar de gallo. Un tímido rayo de sol se filtraba entre las cortinas, que
se mecían al compás de una suave y tibia brisa matutina. El olor a pan recién
horneado invadió la habitación como cada mañana, sugerente, goloso, atrevido.
Incluso las conversaciones de la panadería conseguían colarse entre ladridos y
risotadas de niño, que si cómo está usted señora Carmen, que si supo que la
hermana de la Francisca había sido invitada a un matrimonio en Santiago, que si
el calor era espantoso y todo se llenaba de moscas. Ya no tenía sentido
intentar reconciliar el sueño.
En
los seis meses que llevaba allí, nunca había estado tan limpio el departamento.
La proximidad de la fecha había provocado en ella un nerviosismo al que se le
sumó una obsesión por hacer que la llegada de su prometido fuese perfecta.
Había ordenado mil veces las cuatro prendas del armario, cambiado las sábanas,
pintado los marcos de las ventanas y llenado la despensa con todo lo que el
bolsillo le pudo permitir. La mesa llevaba puesta tres días. La fruta amenazaba
ya con podrirse.
Como
si de un estreno teatral se tratara, había llegado el momento de poner en
práctica todo lo ensayado. Dedicó la mañana a cocinar como para un regimiento,
aun sabiendo que apenas probarían bocado. Horneó una apetitosa tarta de
manzanas que hizo saltar comentarios elogiosos entre las vecinas entretenidas
con las tareas del hogar en los edificios contiguos. Vestida de blanco, con
faldas al viento y apretados tirantes, se presentó puntual en la peluquería. En
aquel nido de cotorras no dio rienda suelta a su historieta, por mucho que
medio barrio esperase saber a qué venía esa vestimenta un día jueves, esas
ansias por ser la más bella de las muñecas de porcelana, porque nada sabían de
aquella mujer que en los seis meses que llevaba en la vecindad ya había
levantado rumores y pasiones.
Salió
del establecimiento robando suspiros y sonrisas. Caminó cuesta abajo, dejando
atrás el colorido desorden del cerro Concepción, hasta llegar a orillas del mar
junto al puerto. En su mano derecha llevaba dos de sus mayores tesoros: la
última carta escrita por él, fechada tres meses antes, el 12 de junio de 1938,
y una fotografía del día de su boda en una parroquia de Jerez de la Frontera. El
barco apareció en el horizonte, se deslizó por las frías aguas costeras y
atracó frente a ella. Para aquel entonces, una enorme multitud se había
aglomerado en el puerto para recibir a todos aquellos viajeros en búsqueda
desesperada de una patria que los adoptara, quién sabe si temporalmente o por
siempre.
Cientos
de pasajeros descendieron del buque con cara de querer besar la tierra. Muchos
se echaron a llorar, mirando al sol que ya se zambullía en el océano con una
mezcla de nostalgia y decisión. Al igual que todo lo realizado durante aquel
día, también había planeado el momento de la llegada. Se había imaginado a sí
misma abrazada al amor de su vida, encarando al futuro más incierto que nunca
se imaginaron. El desfile de recién llegados llegó a su fin sin que alguien se
lanzase a sus brazos. El sol se hundió tiñendo el cielo de un rojo etéreo. Un
hombre alto y delgado fue el último en descender del barco. Su capa ondeaba con
la misma suavidad que el largo trozo de papel que colgaba de su mano. Se detuvo
junto a ella, leyó su pensamiento en la superficie cristalina de sus lágrimas y
extendiendo el papel, le señaló uno de los muchos nombres mecanografiados. La
carta y la fotografía cayeron al suelo del muelle y no tardaron en ser
arrastradas por una brisa que las empujó al mar, donde se fueron hundiendo y
diluyendo como el alma recién partida de la mujer.
