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jueves, 29 de noviembre de 2012

Made in Chile #11: perros sin nombre

Son dueños de la ciudad. Por eso me llamaron la atención. A nadie en Chile le parece raro encontrárselos en cualquier esquina de la ciudad, pero como aún no soy chileno del todo, nunca dejan de sorprenderme. Me refiero, por supuesto, a los perros que merodean simpáticamente por Santiago. Perros sin nombre ni dueño, claro, porque eso es lo que llama la atención, también conocidos como "perros callejeros" o "perros vagos".

Lo de merodear es un decir, porque más de la mitad de los perros que uno puede encontrarse por las calles de la ciudad opta por ocupar una porción de suelo para echarse una larga y placentera siesta, sin importarle lo más mínimo si obstaculiza el paso de peatones en un paso de cebra o a la salida de un edificio de oficinas. Cuando despiertan, algunos optan por pasear a sus anchas por las calles, solitarios o acompañados, y otras veces optan por acompañarte unos metros antes de cansarse y darse media vuelta. Eso sí, mostrar afecto hacia uno de ellos puede suponer que no puedas quitártelo nunca de encima.

Son tan simpáticos que, en el caso de los perros que merodean por el campus de San Joaquín de la Pontificia Universidad Católica de Chile, algunos deciden entrar a las clases, pasearse por entre las mesas en mitad de un examen o tumbarse frente a la tarima del profesor, bostezar, dormitar y empezar a roncar. Son uno más, forman parte del movimiento y bullicio de la ciudad o de la tranquilidad de los pueblos más pequeños. Así que ya saben, si sienten ganas de empezar a bautizar con nombres ingeniosos, pueden probar con ellos. Basta con salir a la calle y caminar unas pocas cuadras. Les estarán esperando. 






jueves, 8 de noviembre de 2012

El último puerto

Los ladridos volvieron a actuar como cantar de gallo. Un tímido rayo de sol se filtraba entre las cortinas, que se mecían al compás de una suave y tibia brisa matutina. El olor a pan recién horneado invadió la habitación como cada mañana, sugerente, goloso, atrevido. Incluso las conversaciones de la panadería conseguían colarse entre ladridos y risotadas de niño, que si cómo está usted señora Carmen, que si supo que la hermana de la Francisca había sido invitada a un matrimonio en Santiago, que si el calor era espantoso y todo se llenaba de moscas. Ya no tenía sentido intentar reconciliar el sueño.

En los seis meses que llevaba allí, nunca había estado tan limpio el departamento. La proximidad de la fecha había provocado en ella un nerviosismo al que se le sumó una obsesión por hacer que la llegada de su prometido fuese perfecta. Había ordenado mil veces las cuatro prendas del armario, cambiado las sábanas, pintado los marcos de las ventanas y llenado la despensa con todo lo que el bolsillo le pudo permitir. La mesa llevaba puesta tres días. La fruta amenazaba ya con podrirse.

Como si de un estreno teatral se tratara, había llegado el momento de poner en práctica todo lo ensayado. Dedicó la mañana a cocinar como para un regimiento, aun sabiendo que apenas probarían bocado. Horneó una apetitosa tarta de manzanas que hizo saltar comentarios elogiosos entre las vecinas entretenidas con las tareas del hogar en los edificios contiguos. Vestida de blanco, con faldas al viento y apretados tirantes, se presentó puntual en la peluquería. En aquel nido de cotorras no dio rienda suelta a su historieta, por mucho que medio barrio esperase saber a qué venía esa vestimenta un día jueves, esas ansias por ser la más bella de las muñecas de porcelana, porque nada sabían de aquella mujer que en los seis meses que llevaba en la vecindad ya había levantado rumores y pasiones.

Salió del establecimiento robando suspiros y sonrisas. Caminó cuesta abajo, dejando atrás el colorido desorden del cerro Concepción, hasta llegar a orillas del mar junto al puerto. En su mano derecha llevaba dos de sus mayores tesoros: la última carta escrita por él, fechada tres meses antes, el 12 de junio de 1938, y una fotografía del día de su boda en una parroquia de Jerez de la Frontera. El barco apareció en el horizonte, se deslizó por las frías aguas costeras y atracó frente a ella. Para aquel entonces, una enorme multitud se había aglomerado en el puerto para recibir a todos aquellos viajeros en búsqueda desesperada de una patria que los adoptara, quién sabe si temporalmente o por siempre.

Cientos de pasajeros descendieron del buque con cara de querer besar la tierra. Muchos se echaron a llorar, mirando al sol que ya se zambullía en el océano con una mezcla de nostalgia y decisión. Al igual que todo lo realizado durante aquel día, también había planeado el momento de la llegada. Se había imaginado a sí misma abrazada al amor de su vida, encarando al futuro más incierto que nunca se imaginaron. El desfile de recién llegados llegó a su fin sin que alguien se lanzase a sus brazos. El sol se hundió tiñendo el cielo de un rojo etéreo. Un hombre alto y delgado fue el último en descender del barco. Su capa ondeaba con la misma suavidad que el largo trozo de papel que colgaba de su mano. Se detuvo junto a ella, leyó su pensamiento en la superficie cristalina de sus lágrimas y extendiendo el papel, le señaló uno de los muchos nombres mecanografiados. La carta y la fotografía cayeron al suelo del muelle y no tardaron en ser arrastradas por una brisa que las empujó al mar, donde se fueron hundiendo y diluyendo como el alma recién partida de la mujer.