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domingo, 18 de septiembre de 2011

¿Dubai Deluxe?


Ahí estaba, había llegado. El único momento del día en que podían suspirar aliviados pese a estar cubiertos de mugre y sudor, aplastados por el cansancio, el hambre y el calor. Cuando la vida apenas les regalaba más que un camastro donde dormir y algo para llevarse a la boca, el hecho de descender por el andamio tras doce horas de jornada laboral suponía ya un motivo para respirar. El sol se hundía en el horizonte de Dubai, dibujando la espectacular silueta de una ciudad que pretendía tocar el cielo situándose en medio de la nada, pero por encima de todo. Los “petrodólares”, los llamaban. Ellos apenas sabían lo que era eso, y sabían que nunca verían ni la más mínima parte de aquello. De hecho, en eso consistía su salario: ni el mínimo exigido.

Con el único objetivo en mente de llegar a las habitaciones, darse una ducha rápida y comer algo (daba lo mismo que fuese frío o caliente, de ayer o de hoy), los obreros tomaron el autobús que habría de llevarles al barrio industrial, la cara oculta de la ciudad de oro, el patio trasero del paraíso, el sucio hormiguero que había ayudado a levantar el imperio, pero que debía ser ocultado al mundo para lavar una imagen cada vez más admirada y temida al mismo tiempo.

“¿Qué os llevó a abandonar Bangla Desh? ¿Tan mal vivíais allí como para aceptar este empleo?” fue lo que escucharon a un reportero preguntar a los habitantes de los barracones, y la respuesta fue unánime. Sí, vivían peor allí. No había trabajo, no había comida, no había esperanzas. Y cuando una empresa multinacional llegó con la promesa de mandarlos a Dubai con contrato de trabajo y un salario mínimo vergonzoso (pero que era más del triple de lo que ganaban en su tierra), no hubo forma de negarse. Era eso, o verlos morir. Y si el único recuerdo que iban a tener de sus familias iba a estar pegado durante cinco años en la sucia pared de una habitación compartida, así sería. Pero jamás unas personas depositarían tanto amor e ilusión, cada noche, sobre un mísero trozo de papel fotográfico.

Esto pareció conmover al reportero, que junto con un cámara, se había colado en una de las habitaciones en común para sorprenderse con el hecho de que una docena de personas pudiera habitar en veinte metros cuadrados. Aparte de las fotografías familiares, apenas quedaba algo digno para mostrar. “¿Escribes a alguien, a tu familia quizás?” pregunta un cada vez más afectado periodista, que se sienta junto a uno de los obreros sobre un camastro deshecho. El hombre se había detenido a media frase. Al cuaderno que usaba apenas le quedaban unas pocas hojas. Claramente, aquella no era la primera carta que escribía, ni el único bloc de notas que había usado desde que estaba allí. “Les escribo casi todos los días. Nadie me asegura que las cartas lleguen, y yo apenas recibo respuestas. Pero no me importa. Por mucho que mis días aquí se repitan y se hagan interminables, siempre encuentro algo bonito para contar. Tengo cuatro hijos, ¿sabe? Quiero que vean que su padre no se rinde. Quiero hacerles creer que pronto nos vamos a ver…”.

Se ha hecho el silencio en la habitación. Alguien ha apagado el televisor que retransmitía un partido de fútbol, único entretenimiento por las noches. Aquel era un tema respetado y comprendido, porque a todos aquellos trabajadores les había sido arrebatado el pasaporte nada más llegar a los Emiratos. Así, sin previo aviso. Abriendo las puertas de una condena, cerrando poco a poco las de la ilusión.

Desde una pequeña ventana, el periodista observó las lejanas luces de la ciudad, una jungla lumínica de torres, palacios y grúas, una burbuja de neón que debía poder verse desde el espacio, tal era el contraste que hacía con la negrura, con aquello que no estaba  a la altura de ser mostrado. No hay luz sin sombras. 

Fuente de la imagen: taringa.net

jueves, 8 de septiembre de 2011

11500

No sé por qué escogí aquella universidad, aquella ciudad, aquel país. No sabía absolutamente nada sobre este lugar, pero tampoco me había molestado mucho en buscar información. Una parte de mí estaba preocupada por dirigirse a lo desconocido sin haberme documentado antes; la otra parte, más poderosa e insistente que la primera, quiso dar el paso definitivo sin preocuparse por lo que habría o dejaría de haber. Y aquello no me daba total seguridad, pero sí una embriagadora vitalidad.

El primer día en una ciudad desconocida siempre suele estar cargado de anécdotas, y mi caso particular en Santiago no fue una excepción. Las catorce horas de vuelo me habían pasado factura y aún tenía que tomar un taxi, instalarme en la residencia de estudiantes, soportar alguna novatada de primera hora y hacer miles de papeleos de última hora. Era viernes, un viernes de agosto en el hemisferio sur, y mi nueva vida como estudiante de intercambio daba su pistoletazo de salida el lunes.

Después de abandonar de cualquier manera todo mi equipaje en un rincón de la que sería mi habitación durante los próximos seis meses, y antes de que alguien osase aporrear mi puerta para darme la bienvenida con algún estúpido juego, quise salir de allí, pasear, intentar calmar la ansiedad que sentía. Salí deprisa, sin preocuparme siquiera de coger un paraguas. Salí sin saber dónde estaba ni adónde ir, pero con la intención de empezar a perderme en aquella inmensa ciudad que ya comenzaba a bostezar. Eran las siete de la tarde y las luces de las farolas se reflejaban en los charcos de lluvia. Apenas me di cuenta de que había empezado a nevar.

Pregunté por el autobús que me llevaría al centro y me bajé en una parada muy cercana a unos altos edificios. No tardé en averiguar que lo llamaban Sanhattan. Me quedé plantado en la acera mirando embobado los altos edificios iluminados, dejando que los copos de nieve se posasen sobre mi cara. Pero por agradable que fuera, más me tentaba encontrar una cafetería donde poder tomar algo humeante, así que entré en la primera que vi.

Al principio no me fijé en ti. Pero en cuanto hube pagado por mi café y escogido una mesa cercana, no tardaste en llamar mi atención. Conversabas animadamente con tu amiga, os reíais con anécdotas de vuestros años escolares, según me pareció escuchar. Y creo que fue aquello lo que me cautivó, quizás porque andaba algo sediento de alegría. Aquello y algo más. Aquello y tu sonrisa, tus ojos, tu labia… Y siguiendo mi costumbre, extraje el cuaderno de notas y el bolígrafo de mi bandolera y garabateé una de esas estupideces de dos líneas de duración, una especie de oda de bolsillo que suelo acabar arrancando y arrugando, una mediocre referencia al hecho de que había merecido la pena surcar más de once mil kilómetros para encontrarme, accidental y maravillosamente, con una sonrisa como la tuya.

Una llamada telefónica me hizo regresar al mundo bruscamente. Y creo que fue la llamada oportuna, ya que de no haberse producido, quizás nunca te habrías fijado en mí. Era mi mejor amiga, que quiso saber cómo había llegado y si todo iba bien. Su voz me tranquilizó, y no tardamos en utilizar nuestro lenguaje particular, un híbrido cómico entre castellano, inglés y euskera que acababa mareándonos. Y cuando colgué, me mirabas. Pero no solo eso; me sonreíste con cierta timidez, algo que hizo que mi estómago diese un brinco. Y me hablaste, con ese acento que me había encantado desde el principio. Me preguntaste de dónde era, noté cómo te emocionabas al confirmar tus sospechas. Me invitasteis a unirme a vosotros en la mesa, y pronto entablamos una animada conversación, en la que quedó claro lo mucho que teníamos en común. Las horas pasaron, yo no llegué a probar el café, pero estaba demasiado ocupado mirándote.

-        ¿Tú también escribes?- me preguntaste con interés al ver mi cuaderno ya cerrado sobre la mesa- Mira, yo recién publiqué mi primer libro. ¿Te gustaría leerlo?

Extrajiste de tu cartera un ejemplar y me lo tendiste con la ilusión del escritor que desea ser conocido. Te dije que, casualmente, yo también acababa de publicar una colección de relatos cortos y que había traído unos ejemplares en la maleta. Aquella era la excusa perfecta para volver a verte, y debió de notarse la emoción, quizás en la forma en la que brillaron nuestros ojos, o en la mirada cómplice de tu amiga, que sonreía ante aquella evidencia. Y aquello no fue más que el comienzo. 


Fuente de la imagen: www.plataformaurbana.cl

domingo, 4 de septiembre de 2011

¿Dónde están los hombres, a excepción del cartero?

Recuerdo que pasaba horas allí, de pie sobre aquel viejo y destartalado taburete de madera junto a mi madre. Siempre hacía frío en aquella fábrica, daba igual en qué estación nos encontrásemos. Y la humedad… eso era lo peor. Te penetraba por la piel y no se molestaba en abandonarte hasta que llevabas unas cuantas horas en la cama. El invierno era especialmente crudo, pues esa sensación se multiplicaba por dos, y es sabido que aunque el invierno del Cantábrico no es tan extremo, la lluvia puede prolongarse durante seis meses. Ocho, quizás. Si bien es cierto que ya no llueve tanto como antes.

Mi labor era tan sencilla como innecesaria, pero mientras no molestase a nadie, me permitían estar junto a mi madre durante casi doce horas. Dentro de aquella cadena de trabajo, le acercaba las rodajas de atún que la compañera de al lado me iba colocando en frente. Recuerdo que algunas eran tan grandes que tenía que respirar hondo para coger fuerzas, y llegué a ganarme más de una reprimenda las veces que llegué a perder el equilibrio y caí al suelo, con rodaja y todo. Sin embargo, aquello ocurría en pocas ocasiones. Mi madre se encargaba después de extraer cuatro grandes tacos de atún de cada rodaja, y se las pasaba a la mujer a su izquierda, que nunca supe lo que hacía con ellas. 

Trabajábamos literalmente de sol a sol, descansábamos cuando el astro estaba a medio camino. Media hora, nada más. Y en esa media hora, tenía que hacer más cosas que cuando volvíamos a nuestros puestos: comer, hablar con mi madre, atender a los cotilleos de sus amigas, ir al servicio, jugar con mi muñeca… A veces, tenía tiempo de jugar con ella mientras estaba en el taburete, hasta que volvía a apilarse frente a mí una torre de rodajas de atún. Al acabar la jornada, no sé quién de las dos terminaba con más olor a pescado.

Los días se hacían largos cuando me olvidaba la muñeca en casa, pero había tanto que hacer, en especial a la hora de comer, que a veces no me daba ni cuenta. Creo que lo más interesante fue darme cuenta de que todo lo que teníamos era las unas a las otras. Y no solo incluyo a mi madre. Las incluyo a todas, a las trabajadoras de la fábrica, a las vecinas de un pueblo vacío de hombres, a excepción del cartero. Su llegada era tan esperada como temida, quizás más temida que el ocasional pase de los bombarderos por el cielo. Porque las buenas noticias desde el frente llegaban más a cuentagotas que el calor a la fábrica, porque desde que comenzó la guerra tres meses atrás, sólo habíamos contado viudas y huérfanos.

Mi madre y yo ya no esperábamos ninguna misiva. La nuestra había llegado dos meses atrás. Ese mismo día, cuando el cartero leyó con voz afectada el nombre de mi madre, la compañera de al lado me cogió en brazos, me sentó sobre el mostrador y me regaló una muñeca que acababa de encontrarse en la calle. Creo que no llegué a entender muy bien por qué lloraba aquella mujer, hasta que vi que mi madre también lo hacía. Lo que sí recuerdo es que la muñeca nunca había estado tan limpia como aquel día. Aún no la había ensuciado de pescado. Y me pregunté si debería lavarla algún día, quizás era mi deber regalarla cuando llegase la próxima carta. 


Foto: Enrique Sarabia (Col. José Mario Armero)