Ahí estaba, había llegado. El único momento del día en que podían suspirar aliviados pese a estar cubiertos de mugre y sudor, aplastados por el cansancio, el hambre y el calor. Cuando la vida apenas les regalaba más que un camastro donde dormir y algo para llevarse a la boca, el hecho de descender por el andamio tras doce horas de jornada laboral suponía ya un motivo para respirar. El sol se hundía en el horizonte de Dubai, dibujando la espectacular silueta de una ciudad que pretendía tocar el cielo situándose en medio de la nada, pero por encima de todo. Los “petrodólares”, los llamaban. Ellos apenas sabían lo que era eso, y sabían que nunca verían ni la más mínima parte de aquello. De hecho, en eso consistía su salario: ni el mínimo exigido.
Con el único objetivo en mente de llegar a las habitaciones, darse una ducha rápida y comer algo (daba lo mismo que fuese frío o caliente, de ayer o de hoy), los obreros tomaron el autobús que habría de llevarles al barrio industrial, la cara oculta de la ciudad de oro, el patio trasero del paraíso, el sucio hormiguero que había ayudado a levantar el imperio, pero que debía ser ocultado al mundo para lavar una imagen cada vez más admirada y temida al mismo tiempo.
“¿Qué os llevó a abandonar Bangla Desh? ¿Tan mal vivíais allí como para aceptar este empleo?” fue lo que escucharon a un reportero preguntar a los habitantes de los barracones, y la respuesta fue unánime. Sí, vivían peor allí. No había trabajo, no había comida, no había esperanzas. Y cuando una empresa multinacional llegó con la promesa de mandarlos a Dubai con contrato de trabajo y un salario mínimo vergonzoso (pero que era más del triple de lo que ganaban en su tierra), no hubo forma de negarse. Era eso, o verlos morir. Y si el único recuerdo que iban a tener de sus familias iba a estar pegado durante cinco años en la sucia pared de una habitación compartida, así sería. Pero jamás unas personas depositarían tanto amor e ilusión, cada noche, sobre un mísero trozo de papel fotográfico.
Esto pareció conmover al reportero, que junto con un cámara, se había colado en una de las habitaciones en común para sorprenderse con el hecho de que una docena de personas pudiera habitar en veinte metros cuadrados. Aparte de las fotografías familiares, apenas quedaba algo digno para mostrar. “¿Escribes a alguien, a tu familia quizás?” pregunta un cada vez más afectado periodista, que se sienta junto a uno de los obreros sobre un camastro deshecho. El hombre se había detenido a media frase. Al cuaderno que usaba apenas le quedaban unas pocas hojas. Claramente, aquella no era la primera carta que escribía, ni el único bloc de notas que había usado desde que estaba allí. “Les escribo casi todos los días. Nadie me asegura que las cartas lleguen, y yo apenas recibo respuestas. Pero no me importa. Por mucho que mis días aquí se repitan y se hagan interminables, siempre encuentro algo bonito para contar. Tengo cuatro hijos, ¿sabe? Quiero que vean que su padre no se rinde. Quiero hacerles creer que pronto nos vamos a ver…”.
Se ha hecho el silencio en la habitación. Alguien ha apagado el televisor que retransmitía un partido de fútbol, único entretenimiento por las noches. Aquel era un tema respetado y comprendido, porque a todos aquellos trabajadores les había sido arrebatado el pasaporte nada más llegar a los Emiratos. Así, sin previo aviso. Abriendo las puertas de una condena, cerrando poco a poco las de la ilusión.
Desde una pequeña ventana, el periodista observó las lejanas luces de la ciudad, una jungla lumínica de torres, palacios y grúas, una burbuja de neón que debía poder verse desde el espacio, tal era el contraste que hacía con la negrura, con aquello que no estaba a la altura de ser mostrado. No hay luz sin sombras.
Fuente de la imagen: taringa.net


