Recuerdo que pasaba horas allí, de pie sobre aquel viejo y destartalado taburete de madera junto a mi madre. Siempre hacía frío en aquella fábrica, daba igual en qué estación nos encontrásemos. Y la humedad… eso era lo peor. Te penetraba por la piel y no se molestaba en abandonarte hasta que llevabas unas cuantas horas en la cama. El invierno era especialmente crudo, pues esa sensación se multiplicaba por dos, y es sabido que aunque el invierno del Cantábrico no es tan extremo, la lluvia puede prolongarse durante seis meses. Ocho, quizás. Si bien es cierto que ya no llueve tanto como antes.
Mi labor era tan sencilla como innecesaria, pero mientras no molestase a nadie, me permitían estar junto a mi madre durante casi doce horas. Dentro de aquella cadena de trabajo, le acercaba las rodajas de atún que la compañera de al lado me iba colocando en frente. Recuerdo que algunas eran tan grandes que tenía que respirar hondo para coger fuerzas, y llegué a ganarme más de una reprimenda las veces que llegué a perder el equilibrio y caí al suelo, con rodaja y todo. Sin embargo, aquello ocurría en pocas ocasiones. Mi madre se encargaba después de extraer cuatro grandes tacos de atún de cada rodaja, y se las pasaba a la mujer a su izquierda, que nunca supe lo que hacía con ellas.
Trabajábamos literalmente de sol a sol, descansábamos cuando el astro estaba a medio camino. Media hora, nada más. Y en esa media hora, tenía que hacer más cosas que cuando volvíamos a nuestros puestos: comer, hablar con mi madre, atender a los cotilleos de sus amigas, ir al servicio, jugar con mi muñeca… A veces, tenía tiempo de jugar con ella mientras estaba en el taburete, hasta que volvía a apilarse frente a mí una torre de rodajas de atún. Al acabar la jornada, no sé quién de las dos terminaba con más olor a pescado.
Los días se hacían largos cuando me olvidaba la muñeca en casa, pero había tanto que hacer, en especial a la hora de comer, que a veces no me daba ni cuenta. Creo que lo más interesante fue darme cuenta de que todo lo que teníamos era las unas a las otras. Y no solo incluyo a mi madre. Las incluyo a todas, a las trabajadoras de la fábrica, a las vecinas de un pueblo vacío de hombres, a excepción del cartero. Su llegada era tan esperada como temida, quizás más temida que el ocasional pase de los bombarderos por el cielo. Porque las buenas noticias desde el frente llegaban más a cuentagotas que el calor a la fábrica, porque desde que comenzó la guerra tres meses atrás, sólo habíamos contado viudas y huérfanos.
Mi madre y yo ya no esperábamos ninguna misiva. La nuestra había llegado dos meses atrás. Ese mismo día, cuando el cartero leyó con voz afectada el nombre de mi madre, la compañera de al lado me cogió en brazos, me sentó sobre el mostrador y me regaló una muñeca que acababa de encontrarse en la calle. Creo que no llegué a entender muy bien por qué lloraba aquella mujer, hasta que vi que mi madre también lo hacía. Lo que sí recuerdo es que la muñeca nunca había estado tan limpia como aquel día. Aún no la había ensuciado de pescado. Y me pregunté si debería lavarla algún día, quizás era mi deber regalarla cuando llegase la próxima carta.
Foto: Enrique Sarabia (Col. José Mario Armero)

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