No sé por qué escogí aquella universidad, aquella ciudad, aquel país. No sabía absolutamente nada sobre este lugar, pero tampoco me había molestado mucho en buscar información. Una parte de mí estaba preocupada por dirigirse a lo desconocido sin haberme documentado antes; la otra parte, más poderosa e insistente que la primera, quiso dar el paso definitivo sin preocuparse por lo que habría o dejaría de haber. Y aquello no me daba total seguridad, pero sí una embriagadora vitalidad.
El primer día en una ciudad desconocida siempre suele estar cargado de anécdotas, y mi caso particular en Santiago no fue una excepción. Las catorce horas de vuelo me habían pasado factura y aún tenía que tomar un taxi, instalarme en la residencia de estudiantes, soportar alguna novatada de primera hora y hacer miles de papeleos de última hora. Era viernes, un viernes de agosto en el hemisferio sur, y mi nueva vida como estudiante de intercambio daba su pistoletazo de salida el lunes.
Después de abandonar de cualquier manera todo mi equipaje en un rincón de la que sería mi habitación durante los próximos seis meses, y antes de que alguien osase aporrear mi puerta para darme la bienvenida con algún estúpido juego, quise salir de allí, pasear, intentar calmar la ansiedad que sentía. Salí deprisa, sin preocuparme siquiera de coger un paraguas. Salí sin saber dónde estaba ni adónde ir, pero con la intención de empezar a perderme en aquella inmensa ciudad que ya comenzaba a bostezar. Eran las siete de la tarde y las luces de las farolas se reflejaban en los charcos de lluvia. Apenas me di cuenta de que había empezado a nevar.
Pregunté por el autobús que me llevaría al centro y me bajé en una parada muy cercana a unos altos edificios. No tardé en averiguar que lo llamaban Sanhattan. Me quedé plantado en la acera mirando embobado los altos edificios iluminados, dejando que los copos de nieve se posasen sobre mi cara. Pero por agradable que fuera, más me tentaba encontrar una cafetería donde poder tomar algo humeante, así que entré en la primera que vi.
Al principio no me fijé en ti. Pero en cuanto hube pagado por mi café y escogido una mesa cercana, no tardaste en llamar mi atención. Conversabas animadamente con tu amiga, os reíais con anécdotas de vuestros años escolares, según me pareció escuchar. Y creo que fue aquello lo que me cautivó, quizás porque andaba algo sediento de alegría. Aquello y algo más. Aquello y tu sonrisa, tus ojos, tu labia… Y siguiendo mi costumbre, extraje el cuaderno de notas y el bolígrafo de mi bandolera y garabateé una de esas estupideces de dos líneas de duración, una especie de oda de bolsillo que suelo acabar arrancando y arrugando, una mediocre referencia al hecho de que había merecido la pena surcar más de once mil kilómetros para encontrarme, accidental y maravillosamente, con una sonrisa como la tuya.
Una llamada telefónica me hizo regresar al mundo bruscamente. Y creo que fue la llamada oportuna, ya que de no haberse producido, quizás nunca te habrías fijado en mí. Era mi mejor amiga, que quiso saber cómo había llegado y si todo iba bien. Su voz me tranquilizó, y no tardamos en utilizar nuestro lenguaje particular, un híbrido cómico entre castellano, inglés y euskera que acababa mareándonos. Y cuando colgué, me mirabas. Pero no solo eso; me sonreíste con cierta timidez, algo que hizo que mi estómago diese un brinco. Y me hablaste, con ese acento que me había encantado desde el principio. Me preguntaste de dónde era, noté cómo te emocionabas al confirmar tus sospechas. Me invitasteis a unirme a vosotros en la mesa, y pronto entablamos una animada conversación, en la que quedó claro lo mucho que teníamos en común. Las horas pasaron, yo no llegué a probar el café, pero estaba demasiado ocupado mirándote.
- ¿Tú también escribes?- me preguntaste con interés al ver mi cuaderno ya cerrado sobre la mesa- Mira, yo recién publiqué mi primer libro. ¿Te gustaría leerlo?
Extrajiste de tu cartera un ejemplar y me lo tendiste con la ilusión del escritor que desea ser conocido. Te dije que, casualmente, yo también acababa de publicar una colección de relatos cortos y que había traído unos ejemplares en la maleta. Aquella era la excusa perfecta para volver a verte, y debió de notarse la emoción, quizás en la forma en la que brillaron nuestros ojos, o en la mirada cómplice de tu amiga, que sonreía ante aquella evidencia. Y aquello no fue más que el comienzo.
Fuente de la imagen: www.plataformaurbana.cl

Ze politxe maitia. Me acaba de venir a la cabeza que me dijiste que salia en uno de tus ultimos relatos y me he puesto a cotillear...
ResponderEliminarMe gusta tun naturalidad al escribir.
Hubiera sido bonito que de verdad os hubiera ocurrido asi :)
:)
ResponderEliminarEskerrik asko, darling! No habría estado mal que hubiese ocurrido esto, pero la verdadera historia tiene más aspectos curiosos :)