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domingo, 13 de noviembre de 2011

11500 (2ª parte)

            Sabía que iba a ser difícil adaptarme a mi nueva vida tan lejos de casa, pero el hecho de no haber vivido nunca en una ciudad tan grande como aquella me afectó más de lo esperado. A pesar de que los asuntos de la universidad me llevaban bastante tiempo, evitaba quedarme encerrado en la habitación de la residencia de estudiantes, odiaba aquel lugar con toda mi alma. La monotonía e impersonalidad del interior del edificio, las bombillas de baja potencia, el papel amarillento de las paredes, la comida del comedor, todo. Por eso, intentaba escapar siempre que podía. Y fue entretenido al principio, porque como buen extranjero, cumplí con mis deberes turísticos y visité la mayoría de rincones con encanto de la ciudad santiaguina.

Pero a partir de la segunda semana, me di cuenta de que había perdido la gracia el hecho de ir solo a todos lados. Lo extraño fue que por alguna razón, algo me impedía relacionarme con más gente, pero a su vez, algo me decía que necesitaba verte otra vez. No disponía de conexión a Internet en la residencia y nuestras únicas conversaciones hasta el momento habían sido a través de apenas unos pocos amistosos mensajes por correo electrónico, gracias a los ordenadores de la universidad. Por suerte, en uno de aquellos mensajes te molestaste en escribirme la dirección de tu casa, por si algún día necesitaba algo. Y resulto que sí, que necesitaba algo. Necesitaba verte, nada más. Era mi único consuelo.

Me arriesgué, aun sabiendo que podía ser un viaje en balde. Quién sabe, puede que aunque tuvieses los viernes libres no estuvieras en casa y hubiese sido un viaje perdido, pero en ese momento, sinceramente, no tenía nada mejor que hacer. En aquellas dos semanas en Santiago ya había conseguido controlar tanto las líneas de  metro como de autobús, y con la ayuda de un callejero que conseguí, no tardé en presentarme a la entrada de una calle que llevaba el nombre que me interesaba. Avancé por ella, observando el juego de luces y sombras que la luz de las farolas creaba en aquel discreto y silencioso barrio. Estaba anocheciendo, hacía frío y sólo deseaba encontrarte allí, que me hablases, que me hicieses reír, que me mirases.

No sé qué expresión fue más significativa, si la mía cuando abriste la puerta e hice un amago fallido de sonrisa, o la tuya cuando me miraste sonriendo durante un rato antes de preguntarme si iba todo bien. Pero una cosa estaba clara: los dos nos alegrábamos de vernos. No había nadie más en casa y no tardaste en invitarme a subir a tu cuarto de estudio, donde me invitaste a una agradable taza de té que acepté gustosamente. Tras una breve conversación trivial, quisiste saber qué me preocupaba, qué me había traído hasta ti tan de repente.

-          La necesidad de una buena compañía, supongo. Esto es más duro de lo que pensaba…

Me intentaste tranquilizar y lo conseguiste. Pero he de confesar que más que tu propio mensaje, fue el simple roce de tu voz lo que hizo que una oleada de alivio y bienestar me invadiese poco a poco, produciendo el mismo efecto que el té caliente templando mi cuerpo. Hubo un momento en que dejé de escucharte simplemente para oír, para mirarte. Me perdí en tus ojos como quien pierde la mirada en mitad de una profunda cavilación. Y no sé en qué momento me percaté de que habías dejado de hablar, al igual que tampoco recuerdo con exactitud el momento en que agarré tu mano. Sólo sé que un segundo después de enfocar la mirada y ver nuestras manos enlazadas tus labios estaban a menos de un palmo de distancia. Dudamos, pero tú tuviste el valor. Sellamos ese primer beso con la torpeza y la ilusión propias de la inexperiencia, pero sellamos el segundo, más largo e intenso que el anterior, con una pasión desconocida, incentivada por nuestro deseo de que el instante se prolongara indefinidamente y de que el vacío nos aislase de la existencia, dejándonos solos con nuestras historias. 


Fuente de la imagen: http://ceeesaar.deviantart.com/

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